octubre 17, 2004

Las flores

No sabe con que oración debe comenzar. A pesar de que la escritura es su medio, escribir le ha intimidado siempre. La leyenda de la página en blanco. Hace apenas unas horas intento traducir un poema no muy conocido de Mallarmé. Desistió y volvió a una lectura ya antes pospuesta de un libro de Auster. Él podría ser simplemente A. Pero las letras ya se han usado mucho para nombrar personajes. Mejor así. Sin los nombres. Nombrar es conocer. Clasificar. Se siente aún desconocido e imposible de clasificarse. Ha tenido que pasar el día encerrado en el apartamento. Un resfriado sorpresivo. La ventana abierta y el desnudo en la cama. La tormenta que lo había dejado incomunicado: sin cable, sin internet. Al principio supuso que sería un buen momento para acomodar los muebles de la casa. Ya se sabe mover los sillones, los libreros, colgar la ropa en el clóset, desaparecer las montañas de papeles, periódicos y revistas arrojadas en cualquier parte. Desistió cuando el mareo de los medicamentos lo llevó a la cama. Hacía tanto que no enfermaba. Sus vecinas, madre e hija discutían, sus voces murmullo apenas atravesaban el muro que dividía las habitaciones y llegaba hasta él. En la calle se escuchaban voces de la gente que pasaba tres pisos más abajo. La droga de los medicamentos aguzaba sus sentidos. También le daba sueño.
     Cuando abrió los ojos y medio levantó su cuerpo encontró un libro con ilustraciones de Edward Hooper. Mientras lo hojeaba pensó que así eran sus recuerdos. Imágenes de apariencia real pero que se iban difuminando en la irrealidad. Mucha luz eso sí. Siempre poca ambientación y la sensualidad del deseo siempre presente. Los cafés y los grandes ventanales, las carreteras y las vías del tren, casas de varios pisos en lo alto de colinas desnudas. La que era su mujer sentada en la cama mirando hacia el frente mientras el viento sacude sus cabellos.
     Había abierto su muy particular Caja de Pandora de la cual no salieron los temibles males que habrían de azotar a la humanidad, tan sólo los recuerdos, las imágenes borrosas y cambiantes de su pasado: las cartas escritas a manos y sus respectivos sobres, boletos de avión de alguno de los tantos viajes hechos juntos, entradas al cine de aquellos filmes que los habían cultivado, una lista de libros leídos y fotografías, muchas fotografías donde siempre aparecía ella, así, de frente, mirando ¿al futuro?

Algún día montaré una exposición con tus retratos le dijo una vez. Ahora sólo esboza una sonrisa irónica mientras se limpia la nariz con un pañuelo. Escuchó el sonido de un carrito infantil con ruedas de plástico arrastrándose sobre la banqueta, el paso de un camión en la avenida, lo único que no contempló o fingió ignorar fueron los cuadernos de notas sobre el escritorio. Ahora tenía a las fotos pero ya no a la musa.
     A su mujer la había conocido por casualidad, como son todos los encuentros, cuando lo invitaron a trabajar en una revista de literatura. Pero no fue hasta un encuentro inesperado al cruzar sus caminos en el centro de la ciudad que las cosas cambiaron entre ellos. Sabe que es ociosos detenerse a pensar en el porque de los encuentros, en las razones que los llevaron a toparse en esa esquina aquel día. Él venía de jugar futbol y andaba con los tenis rotos y el cuerpo sudoroso. Ella por el contrario radiante de la escuela de inglés. Y se quedaron platicando has que anocheció y la chica tuvo que volver a casa a toda prisa para arribar antes que sus padres.

Esa esquina, testigo del encuentro que cambió el rumbo de sus destinos ya no existe más. Ha sido remodelada, e indudablemente, le parece, ha quedado hermosa, incluso mejor que antes, pero ya no es la esquina de ambos. Así también se ha ido transformando la ciudad y sus recuerdos a la par de su vida. Edificios derruidos para alzar otros nuevos, esquinas hoy ocupadas por tiendas de autoservicio, árboles que faltan en el paisaje de alguna cuadra, personas que han ido muriendo dejando un vacío imposible de ocupar. Ha descubierto que muchos de sus amigos han olvidado lo que antes se levantaba orgullos en ciertos puntos de la ciudad. No hay memoria urbana colectiva. Le sorprende lo veleidosa que es la memoria.

Recuerda también su horror a los hospitales. El olor a desinfectante y las frías paredes pintadas de blanco, azul o verde. La sensación de pérdida, la energía que roban. Y piensa en los enfermos tan cercanos que nunca volvieron a salir de esas paredes. En los lechos donde la miseria humana se desnuda. Y piensa en la que era su mujer. En la palidez de algunas tardes. En los desmayos. En la compañía mutua en la enfermedad y el desánimo. En las tardes de lluvia y los truenos. En el sillón de la sala de la casa de ella. En la carretera y el sonido de la música y de su voz: ella cantando. Cierra los ojos. Aún así la luz que entra por la ventana le molesta. Cara para un lado o para el otro. Por muchas noches en su infancia dormir fue una tortura. El asma. La fiebre. El silbido en el pecho y la falta de oxigeno en los pulmones. El penetrante olor del vaporup y los periódicos en el pecho. Los menjurges de cebolla, miel y limón. El elixir mágico y dulce que era el ventolin que adormecía el silbido del pecho. La lucha nocturna contra la muerte. Cada bocanada es una victoria sobre ella. Contar la vida a partir de los sueños cumplidos y los ya inalcanzables.

La primera vez que hicieron el amor fue en casa de ella. Era un continente nuevo. Un país de tierras prometidas y frutos enormes y dulces. Un país que se fue conquistando cuerpo a cuerpo, cada batalla, cada mano, beso, mirada... ir descubriendo las palabras y las no palabras. Los gestos, la escritura de ida y vuelta. El despegue y el retorno. Suspiros y jadeos. La primera vez que hicieron el amor lo decidieron mientras estaban sentados bajo los arcos de un antiguo edificio. Era el comienzo de la primavera. Sus actos siempre colmados de extraños simbolismos. Ambos lectores de Saint-Exupéry: comprendían la importancia de los significados.

Se durmió un momento y al despertar reflexionaba que quizá sus notas carecieran de sentido. Líneas garabateadas en un cuaderno maltratado. Quería contar una historia y tan sólo tenía instantáneas. Pero y qué si cada instantánea ya es en si misma una historia. No puede aspirar a más. Retazos apenas. Donde quedaban pues los buenos relatos. Esas cajas chinas. Esas muñecas rusas. Esos instrumentos de relojería. Ignoraba si sus letras eran literatura. Volvía a cerrar los ojos. Ella de cualquier manera ya no vendría.

Tomó el teléfono por un impulso irracional y marcó el número de la casa de ella. Descolgó el teléfono la madre. Ha dicho que se estaba bañando.

La memoria, entonces, no tanto como el pasado contenido dentro de nosotros, sino como prueba de nuestra vida en el momento actual. Para que un hombre esté verdaderamente presente entre lo que le rodea, no debe pensar en si mismo sino en lo que ve. Para poder estar allí, debe olvidarse de sí mismo. Y de ese olvido surge el poder de la memoria. Es una forma de vivir la vida en que nunca se pierde nada

Ha vuelto a marcar. Espero con el auricular en la oreja seis, siete timbres. luego el buzón. Así ha venido desapareciendo de su vida. Esfumándose. No más esquinas. Había imaginado que ella respondería y tendrían alguna plática más o menos amable, lo que en verdad le importaba era seguir escribiendo sus notas mentales. Que ella ignoraba. Y aunque su protagonismo era innegable finalmente la película habría de concluir. Toda historia termina al comenzar la siguiente.
     Nada que decir realmente. Cerrar los ojos y percibir el mundo. Cada sonido aumentado varias veces, la luz más incandescente, las texturas increíblemente a flor de piel.

Despertó con el recuerdo de una canción cuya melodía no podía olvidar. Esbozos de la letra. «Esa es mi favorita» había dicho ella alguna vez. Las flores. Tenía meses sin que ese disco sonara en el reproductor. Porque no solo era esa canción sino el disco completo el que marcaba el rumbo de su historia. En toda historia de dos hay libros, frases, viajes, canciones. Qué sucede con todo esto. Cómo se van transformando. ¿Sucede acaso lo mismo que con la ciudad? Esa esquina inmortalizada por el cuadro de un gran pintor existe sólo en ese lienzo. Los recuerdos reposan en un nicho inamovible. Hace apenas unos días había descubeirto el perfume de un amor más juvenil en el cuerpo de otra amiga. Recordo el aroma más de momento no el origen. Días después recordo la razón. Había seguido pensando en ello a pesar de los pendientes diarios. En un background mental.

No dejes que amanezca, no dejes que la noche caiga, no dejes que el sol salga, sólo déjame estar junto a ti.

Y por un momento piensa o se pregunta, la vida es una pregunta, en la manera en que la gente va atesorando sus recuerdos y que quizá cada vez que se cuentan aunque sean distintos es la única manera de no perderlos del todo.

Y la mira sentada en la mesa del café mientras hablaban. Más un monólogo que un diálogo. Él enamorado de la imagen de su pasado. Ella escuchando y negando con la cabeza. Pensando en las calles de esa ciudad fantasmagórica. En las flores mencionadas en una canción pero que el relacionaba con un cuento de Cortázar. En un mercado de flores en pleno centro de aquella ciudad. Y cuando volvió descubrir que las flores del cuento no eran del cuento. Porque las flores del cuento las llevaba una muchacha que viajaba en un camión en Buenos Aires. Y ella aún negando con la cabeza. Soy otra. Él lo sabe, pero no quiere arrancar una nueva historia. Él había partido. Ella se quedó. Cerraba los ojos. Y por más que buscaba un algo no específico para recordar o asirse no encontrar nada: una voz en el buzón telefónico, el disco en el librero junto con todos los demás, unas tijeras cortando un pedazo de tela, las fotografías donde nunca él, las cartas y los nombres secretos, las frases de Saint-Exupéry. El jadeo en el pecho. Las noches de infancia y las tías. La cama de ella. Sus brazos. los gatos, un sillón. El mar transparente. Su temblor. El encuentro en aquella espuma. Cerrar los ojos. Avanzar, avanzar por el corredor oscuro. Hasta el fondo.