agosto 18, 2004

A manera de intermedio...

Filme

a Laura
pero principalmente para Inés

a.
Todo comienzo es accidente. Un golpe estrepitoso. Pausa. La falsa tranquilidad y el silencio justo después del desastre. Sobre el pavimento una nube de humo y polvo. El único espectador el semáforo. Rojo, amarillo, verde, rojo. Un vehículo atravezado a media calle con la parte delantera colapsada. A unos metros y sobre el pavimento el cuerpo de una mujer. El otro impactado contra un árbol del camellón. El sonido retorna. Una puerta se abre. Alguien corre hacia el cuerpo tirado en la calle repitiendo con desesperación las sílabas de un nombre. Toma el cuerpo inerte y lo agita. El eco de su voz recorre la cuadra. La noche. Del otro auto nadie sale. Sangre y el parabrisas estrellado. Hay dos personas en el interior. Un hombre y una mujer. Jóvenes. Puertas que se abren y cierran. Pasos. Rojo, amarillo, verde. rojo. Alguien marca desde un celular. «Están muertos». Sobre ellos las estrellas permanecen indiferentes.

1
Pudo ser el tiempo detenido. El súbito despertar hacia la realidad. La posibilidad de recordar después esa noche, su sonrisa y los ojos clavados en el cielo despejado de febrero. Pero quedó en esbozos. Habría de escaparse como tantas otras veces.
Dentro de la sala, iluminada por tenúes luces, la música de fondo de los créditos finales. Los pocos espectadores se retiran lentamente, como quién recien despierta y va dejando tras de si el fantasma del sueño. Pero no había sido un sueño. Voltea una vez más para verla: ha desaparecido. Una punzada en la boca del estómago. Girar la cabeza hacia todas direcciones. Se levanta para tratar de alcanzarla en el vestíbulo. Vacío salvo por un par de espectadores que toman la escalera hacia el exterior. Tal vez en el baño. Hace guardia por un par de minutos. La mujer de la dulcería comienza a verlo con recelo. Comprende que ha perdido la partida. Encamina sus pasos hacia la salida. Un corredor no muy largo y más escaleras. Últimos días de febrero. A pesar del invierno la noche es cálida, casi asfixiante. Izquierda o derecha. La vida siempe es elección. La banqueta vacía. Son casi las diez de la noche. Se decide por la avenida principal. No hay muchos autos. En la esquina ha cruzado a pesar de que la luz roja del semáforo... Una ráfaga de viento levanta hojas secas a su paso. Se va perdiendo en la oscuridad de la noche. Se va perdiendo. Se va perdiendo.

b.
Él conduce. Platican apasionadamente. Los vidrios cerrados. Tal vez hablen de su historia. De los hilos que desencadenaron un primer encuentro. Del azar que los llevó a conocerse. La pantalla de un celular se ha encendido de pronto. No es una llamada. Quizá el mensaje de.... La mira inquisitivo pero ella no dice nada. Pasa de un tema a otro como ir brincando de canal en canal con el control remoto. Así es. La conoce. Él conduce. Su pie sobre el acelerador. La avenida desierta a esas horas de la noche, los próximos semáforos en verde. Acelera. Es tarde. Su historia, si acaso hubo historia, ha sido breve. Se conocieron en una fiesta. A él le gusto su sonrisa, el olor de su cuerpo. A ella su aire extraviado, como ajeno a los demás, al mundo. Una exposición. Ambos con una cerveza en la mano y la plática que se dio de manera tan natural que... Era la chica la que más hablaba. Él prefirió esconderse en su mutismo. Después fue descubrir los amigos en común. Pero ahora era la avenida y el auto acelerándo.

2.
La habría de encontrar en uno de los pasillos del autoservicio. Él con una cerveza en la mano. Ella dirigiéndose al refrigerador. La miró fijamente. La chica pareció no darse cuenta. Se entretuvo en las estanterias buscando entre los productos dando la apariencia de no saber con certeza que se desea. Finalmente ella también cerveza. Usaba un vestido ligero y ampón que escondía su cuerpo. Pasó junto a él y ni siquiera lo miró. Comenzó a seguirla. Se pusó en la fila para pagar justo detrás de ella. La mirada fija en la espalda, en el cabello. Le pareció que tardaba en pagar una eternidad. Intentaba por todos los medios a su alcance que no volviera a escapar. Tomo la bolsa de plástico con el logotipo de la tienda justo cuando ella atravesaba las puertas de la tienda.
     La alcanzó en la esquina. La chica bebía su cerveza. Dejó que sus pasos azotaran el pavimento para anunciar su presencia. Conforme eran menos los metros que lo separaban de ella la duda de como abordarla crecía de manera exponencial. ¿Alguna frase de las gastadas y comunes? ¿Una graciosada? ¿Hacerse el original?. Fue ella la que volteó y estirando el brazo con la cerveza en la mano se dirigió a él con un efusivo «salud».

c.
—¿A fin de cuentas que significa todo esto? Encontrarnos, salir, divertirnos, hacer el amor, si nada es permanente, si pasado el instante pleno se ha perdido— dijo él mientras encendía el auto.
     —Quizá no deberías buscar un significado. Quizá se trata sólo de vivirlo...
     —Sí, quizá— asintió con la cabeza mientras subía el volumen de la música. Sólo un poco. Lo suficiente para ocultar el eco de sus palabras que aún resonaba en el interior del auto.
     Recordó entonces como en tan poco tiempo de ni siquiera conocerse, de no significar nada el uno para el otro, su relación se había transformado en una amistad solida aunque extaña a la vez. Una amistad no exenta de amor y quizá de enamoramiento. En su momento él había ofrecido sus brazos para calmar la necesidad de compañía de ella, había prestado también su hombro para que en él llorara. Pero también había sido escuchado y sostenido en los momentos más duros de los recientes meses.
     Ahora que la perdida era inminente, que finalmente su amiga cumpliría el ansiado sueño de partir a tierras lejanas, el sentía que era injusto, que la vida le cobraba una vez más, con interéses, los pocos momentos de felicidad de los que había gozado. Por eso cuando tomo la avenida pensó que acelerar era un escape para su miedo a estar solo de nuevo, para huir de la impotencia y la depresión que ese sentimiento provocaba.

3
La luz de un par de velas iluminaba sus rostros. —No han venido a conectar la energía eléctrica— había dicho él a manera de justificación. Ella aclaro que eso no le importaba.
     Después de que aceptó ir al departamento habían regresado al autoservicio para comprar más cervezas. El edifico no estaba lejos y ninguno de los dos tenía mayor cosa que hacer. Latas vacías se acumulaban sobre el piso.
     —Me cambié hace apenas una semana. Aún no tengo muebles.
     —Me gustan los espacio amplios. Libres.
Algún disco sonaba en el reproductor portatil. Los movimientos de las manos eran seguidos al instante por sombras grotesas y gigantes. Después de semanas de coincidir en las mismas películas, de encontrarse con los ojos sin decirse nada, de las desapariciones sin lógica de ella, la tenía enfrente, de carne y hueso, escuchando sus historias.
     —Yo te llevó a tu casa. Por eso no te apures
     —En verdad que eso no me preocupa lo más mínimo

d.
Se han estado besando en el auto. Manos sobre la piel. Y lo siguen haciendo fuera del auto, bajo la oscuridad nocturna de un frondoso árbol. Se abrazan. Cruzan la calle. Se dirigen a la puerta de una casa que él abre. Un corredor oscuro. Sus pasos, detenidos por momentos, recorren con su eco los recovecos del lugar. El silencio es casi absoluto. Algún auto pasa veloz por la calle. Abrazados. Él acaricia su espalda, es una espalda hermosa y suave. Acerca su boca al oído. Ella se estremece. Avanzan. Llegan a una puerta de madera que en la penumbra no se distingue. Él abre nuevamente. Le cede el paso. Hay una ventana. Cerrada. No prenden la luz. Se abrazan. Escuchan la puerta cerrarse a sus espaldas. Quieren devorarse. Se abrazan y se aprietan. Los labios van y se buscan. Las lenguas. Se aligeran de cualquier peso. Ella siente sus manos en la cintura, el cuerpo a su espalda, su boca en el cuello. Y avanza. Y las palabras se entrecortan. No necesitan las palabras. Se desnudan con prisa, sí, pero sin desesperación. Y él finge que la observa, y tal vez lo haga a pesar de que no hay luz, y ella siente la mirada y se sabe observada y sabe que él gusta de su cuerpo y a ella le gusta ser deseada. Han quedado desnudos. Unos dedos recorren la piel, suave, una boca busca, algunas palabras, qué mejor música que la música propia de los cuerpos, y el desmayo, el leve desmayo que se prolonga, y son dos sobre una cama cualquiera, bajo o entre las cobijas es lo de menos, y se pierde el habla, pero que importa, la comunicación es primordial pero efectiva. Y ella sigue sintiendo la mirada. Y él descubre ese cuerpo en apariencia nuevo, o quizá sí es nuevo y ambos han aprendido a leer en ese idioma antes del idioma, e intercambian lo que sienten, y todo se vuelve un intercambio, comunión. Él no deja de mirarla, a pesar de los ojos cerrados, permanece en sus pupilas. La habitación a oscuras. El silencio. El no lenguaje. Y las bocas, las bocas que no se cansan. Y la oscuridad que se escapa lentamente por la ventana, por la ventana, hacia lo alto.

4
—Asisitía a todos los cines. A los comerciales, a los pequeños y olvidados, a las salas de cineclub. Con la asiduidad uno va desarrollando su olfato cinéfilo, una especie de sexto sentido que nos lleva a casi no errar en la elección de lo que es una buena película.
     —Me gustan esos momentos justo antes del comienzo de la película, los segundos de oscuridad y silencio tras los que comienza a escucharse la música o algún sonido, y enseguida las primeras imágenes. Para mí éste es el verdadero momento de la magia cinematográfica. Es aquí cuando la película atrapa o pierde. Si consigue aislarte del mundo exterior estás adentro, de lo contrario...
     —Me encanta ir a las primeras funciones, las que son antes de mediodía. Contemplar el filme en una sala casi vacía, imaginar que es una función privada.
     —Se sale de una película con el tiempo trastocado. Con la sensación de que la vida es un continuo de imágenes que nos ahoga. Con la ilusión de que tal vez sea un largometraje permanente.

e.
Sobre la pared de la sala el cuadro de un rostro femenino con los ojos cerrados. El rojo predomina. Bajo él un colchón improvisado como sofá. También hay un puf. Las luces apagadas. Al centro de una pequeña mesa una botella de vino tinto y una vela. También hay una gran ventana. Y la luz intermitente de un edificio no muy lejano que destella tras los vidrios. Cada uno sostiene un vaso lleno de líquido. Ella recargada en el puf da la espalda a la ventana. Él enfrente, sobre el piso. Hablan en murmullos.

5
—En una de las últimas escenas de La princesa y el guerrero de Tom Tykwer, Bodo, el personaje masculino, conduce el auto en el cuál viajan él y Simone a la misma gasolinera donde, nos hemos enterado minutos antes, la esposa de Bodo había fallecido por no apagar su cigarro mientras él estaba en los sanitarios. A partir de esta perdida, el duelo no resuleto, la vida de este hombre se ve ensombrecida y carente de sentido... hasta la llegada de Sisi. La escena que se desarrolla entonces es una de las mejores del cine de lo últimos tiempos. En ella se ve a Bodo salir del baño en el cuál de alguna manera se quedó tras la muerte de su mujer y cruzarse con él mismo, es decir con el Bodo triste y sin razones de vivir que se encuentra pagando el combustible. El Bodo que sale del baño sube a la parte trasera del auto, seguido del otro Bodo que toma el volante y conduce. El auto arranca, el Bodo que conduce llora, Simone intenta secar esas lágrimas pero él retira su mano. El ecién escapado de su enclaustramiento observa la escena y decide tapar los ojos de su otro yo que al no ver el camino detiene el automóvil. El Bodo original desciende y abre la puerta del conductor, el otro sale del auto, se miran, en un cambio de estafeta el Bodo sensible y libre de dolor se mete al auto, cierra la puerta y se aleja dejando al sufriente alter ego en plena carretera. Cada vez que la veo es inevitable sentirme identificado. Cuántas veces nos quedamos atrapados en situaciones que no nos dejan avanzar. En esos sanitarios del dolor, mirándonos al espejo una y otra vez sin abrir la puerta. Al final, tras una difícil búsqueda en la cual es trascendental la figura femenina, Bodo logra superar el peso de las ataduras del pasado. Deja los lastres y finalmente se da permiso para gozar de la felicidad.

f.
El timbre del celular lo despertó. Un mensaje. Miró la hora. Las cuatro de la mañana. «¿Estás dormido?» Sonó entonces el teléfono que ya traía en la mano. La chica que espera afuera de la casa, en el auto. Noche nublada. La esperada lluvia que no llega. Algunas gotas. Humedad que sofoca. Los ojos rojos que delataban el llanto. Su perfume. El temblor en los labios. Baja del auto. Él se acerca. Se abrazan. Escuchan el paso de algún automóvil al pasar. El sonido de las llantas sobre el pavimento húmedo. La invita a entrar a pesar de la resistencia de ella. Al final acepta. La casa es amplia. Sala, comedor, cocina, un pasillo, al final del mismo las habitaciones y el baño. Un solo piso. La sala es iluminada por una pequeña lámpara colocada en una esquina. Los sillones cómodos. Ya otras veces se ha sentado ahí. Ella busca el baño. Se tarda. No le gusta que la vean llorar. Sus pasos resuenan en el corredor. No hay nadie más en casa. Él a la cocina. Una botella de vino. Un par de vasos de la alacena. El eco de la puerta del baño. De nuevo los pasos en el corredor. El sonido del corcho. El líquido cayendo sobre el cristal. Ella sentada en el sillón. Finge una sonrisa. Le pasa uno de los vasos. El alcohol reconforta. La luz de la lámpara. Él la mira. Ella comienza a hablar.

6
—Siendo tan pocos los asistentes a esas funciones, sin quererlo conformamos una cofradía cinéfila en la que nadie en apariencia se conocía ni se saludaba. Era una regla no escrita no intercambiar palabras. Llegar siempre algunos minutos antes del comienzo de la película, mirarnos, saber que seguíamos siendo los mismos, que nadie faltaba.
     ¿Cuánto tiempo puede uno seguir con una rutina sin cambio alguno?
     No lo sé, nada permanece inamovible. Una noche, a media función, me percaté de que alguien diferente a los conocidos estaba en la sala. A unas cuantas asientos del mio. Era una joven de pelo no muy largo, lacio, negro. Miraba atenta la película, inerte en el respaldo, concentrada. Saber de pronto que alguien ajeno a nosotros se encontraba ahí me distrajo del filme. Me olvide las imágenes y no deje de mirarla. A partir de ese día comenzó a aparecer por el cine. Nunca dijimos nada. Alguna mirada interrogativa. Nada más. Ella tampoco parecía estar interesada en unirse a nosotros. Su aire ausente y ajeno fueron un imán para mí. Una obsesión que crecía cada que terminaba la función pues ella siempre desaparecía.

g.
En primer plano un rostro de mujer. Tras ella un paisaje borroso, difuminado. Edificios tal vez. Algunos autos en movimiento que se observan barridos. La cámara se aleja del rostro. La toma se va abriendo. Mientras el rostro se borra la ciudad aparece nítida. La aparente inmovilidad se rompe. Ella se mueve. Avanza. Se pierde en una multitud que invade la banqueta. Entra el sonido. El paso raudo de los autos por la avenida, el rítmico caminar de los transeúntes, un murmullo formado de sonidos diversos. Algún grito. La toma sigue abriéndose pero a la vez asciende. Ángel guardián. Las calles desde lo alto son ahora arterias llenas de savia metálica y color. Azoteas. Panorámica de la ciudad. Ella se ha perdido. La ciudad es la que permanece. La que importa. Fade out. Música. (Podría ser Radiohead).

7
—He olvidado desde cuando me ha gustado el cine. Tampoco recuerdo cuál fue mi primera película vista. Supongo que mucho tiene que ver con mi madre. Ella adora las películas. Lo trae en la sangre y por lo tanto yo también lo traigo en la sangre.
He vivido en más de cinco ciudades. Mi casa soy yo. Mi hogar es mi cama. El cambio no me atemoriza. Mis pertenencias caben en una mochila y no acumulo objetos que a la larga estorben.
     La ventaja del cine, y quizá una razón para amarlo, es que a cualquier ciudad a la que vaya siempre encontraré una sala oscura.
Una película en si es otro viaje. Otro cambio.

h.
Escuchó los acordes sincopados que escapaban del café. Bajo un letrero de neón un hombre fumaba. No le vio el rostro. El ritmo sincopado in crescendo en los oídos. La última vez jugaron ajedrez. Ella había ganado. Blancas. Él negras. «Jaque mate» dijo. Apenas la escuchó concentrado como estaba en sus ojos. Cruzó la calle, el manto negro del asfalto. Cómo hacía falta una tormenta que hubiera dejado charcos para reflejar la luz. El hombre del cigarro lo observaba. Afuera del café discutía una pareja. Su sombra a punto de alcanzarlos. Callaron al sentir sus pasos. Siempre es lo mismo. Callamos. Guardamos la violencia. Las letras luminosas con el nombre del café parpadearon. Ingresa por un corredor en cuya mitad hay unos escalones, al fondo, el patio. Al centro un cuarteto de músicos deleita a la concurrencia. En algunas mesas puedo ver los tableros de ajedrez. Las batallas a la mitad. Las miradas de algunas parejas. Y sóla en una mesa...

8
—Vivo desde hace seis meses en este lugar. Pero sólo es una transisión. Un punto intermedio entre A y B. Una pausa. Hoy es mi última noche. Pero no soy dada a los aspavientos ni a los gritos. No, no es tampoco una despedida. Por eso acepté venir a tu casa. Y embriagarme. Y fumar un poco de mota. Ignoró cuál es mi meta así como también mi destino final. Por eso aparezco de pronto. Vengo de la nada. Del limbo. Así nomás. Aparecí.
     Sentía tu mirada. Al principio fue incómodo. Con el tiempo me fui acostumbrando. Por eso me iba siempre al terminar la película, incluso antes de que comenzaran los créditos finales. Primero era huir. No me gusta dejar huellas a mi paso. Después porque descubrí que para ti un misterio como ese reconfortaría tu vida. Ahora ya no hay misterio. Esta soy. De carne y hueso. Y por favor ya deja de imaginar que he salido de la pantalla, o que voy a terminar desvaneciendome mientras me alejo de ti por una calle en un atardecer mientras el viento levanta las hojas secas del otoño. No soy la luz. Soy.


i.
No estaba lejos el café. Miro a lo alto, cielo despejado, Orión en el centro de la bóveda celeste. La luna tímida. Y sin embargo, apenas el fin de semana pasado la había visto brillante en el cielo de la madrugada. Le gusta el cielo. Las estrellas. Las calles oscuras y frías. Las luces de los autos que se acercan por la calle. Las noches después de la lluvia. Pero hoy no ha llovido. Hoy estuvo trabajando toda la tarde frente a la computadora. Café tras café. Nervioso. De las páginas que completó ninguna le gustaba. Calentamientos. Las ideas ya no fluían. Había sonado el teléfono. A mediodía. ¿O acaso él fue quien había marcado? No podía concentrarse. Sólo pensar en el mensaje. Ella tan especial. Tan toda sonrisa, tan pelo largo, tan muslos suaves.

9
Young Team de Mogwai se quedó girando en el reproductor de discos compactos. El último vestigio de luz desapareció al cerrarse la puerta. Oscuridad. Por la espiral de la escalera los pasos un tanto trastabilleantes de los dos se escuchaban marcando su descenso. El aire fresco de la casi madrugada los despaviló un poco. Ninguno de los dos habría de recordar la calle vacía, la luz amarilla de la lámpara, el abrazo, el beso furtivo que se dieron. El camino lo hicieron en silencio. Sin mirarse. Ambos viendo al frente. La calle se extendía promisoria. Sin semáforos. Sin autos.
     Recordó entonces un viaje en carretera, el coche atravesaba un extenso páramo desertico, a los lados se veían remolinos de polvo y ramas secas. En el asiento de al lado su mejor amiga cantaba con impetú y su voz escapa por la ventana abierta. Dijo su nombre. Un remolino se acercaba al auto. Dijo su nombre. Pero ella seguía cantando. La columna de polvo y ramas se acercaba. Dijo su nombre. La fuerza del viento cimbró el auto. El polvo invadio la garganta de ella. Las ramas golpearon el rostro del conductor. Dijo su nombre. Pero ese nombre había desaparecido.
     Fue ella la que vio venir el otro auto. Y pensó en su embarazo. Que los examenes esa mañana habían marcado positivo. En la criatura que llevaba en las entrañas. Para él fue el remolino. Para ella una cámara de cine arrojada al aire por la fuerza del impacto.

j.
Dejó la penumbra y mientras daba algunos pasos sus ojos se acostumbraron a la luz. En su mente aún resonaban las palabras del último diálogo. En el vestíbulo del cine, solitario, un aroma a palomitas lo abrazaba. Sin prisa alguna se encaminó a la salida. Noche. Humedad y un viento tibio. La calle vacía. Las luces de un auto se encienden. El olor de los hot dogs. La luna en lo alto. Sus pasos sobre el pavimento y una música lejana, espasmos rítmicos. Un rostro delineado por la luz y sombra de la película, su pelo lacio, ni corto ni largo. su imagen a la vez luminosa y evanescente.

10
Todo hacia atrás. La cámara gira caótica y marea. El regodeo del rojo y el negro. De la violencia. La furia. Un cuadro. Varios cuadros. Cientos de ellos. En la retina queda la impresión. La opresión. La angustia. El grito desgarrado. Nada es explicito excepto la violencia. No es necesario explicar más. Escalofrío. Y al final un aspersor de agua regando un jardín y la cámara que gira gira gira y luego el ruido y la pantalla en blanco parpadea. Parpadea. Parpadea. Parpadea. Parpadea. El tiempo lo destruye todo.

k.
Pudo ser Ella, sí. Una nota en el monitor. Una hora. Un lugar. 10:30. Y pueden ser también las calles de la ciudad, frías, recorridas por el viento invernal como unos dedos suaves pero bruscos sobre la piel. Y unos pasos con eco. Y la gente arremolinándose en el puesto de Hot-dogs, de donde escapa un vapor cálido y el delicioso aroma de las salchichas y el tocino. Y el rumor de un partido de fútbol en la televisión, y las miradas atentas al cinescopio, el cuerpo tenso. Él acaba de salir del cine, de esa sala bajo el edificio, deslumbrado no por el sol, que se ha ocultado un par de horas antes, sino por las imágenes proyectadas en la pantalla.
Ella había dejado un mensaje. Quería hablar. Siempre quiere hablar. Y está bien eso de hablar porque a veces es mejor escuchar para no tener que contar a los demás nuestras cosas. Decir «he llorado en el cine» cuando lo que se quiere expresar es en realidad «quería llorar y no estabas». Escuchar es fácil. Pero no parece.

11
El tiempo lo destruye todo.