agosto 16, 2004

«It don`t mean a thing»------->Auster, sólo Auster, parte I

NOTA ANTES DEL COMIENZO:
Sobre los «saltos cuánticos en el tiempo» como los llamó Oscar Huerta no hay mucho que decir salvo que las entregas más recientes las he ido escribiendo en los espacios de tiempo que me quedan libres para tal actividad. Como en su mayor parte han sido esbozos de ideas, retazos, extractos de libros y demás, espero hasta que en una escapada pueda más o menos organizar todo el material y publicarlo. El post delpasado ¿jueves? traía la fecha del domingo por la sencilla razón de que comencé a escribirlo el domingo y lo guardé como Draft. En vista de las observaciones del buen Oscar ya he descubierto la manera de seguir guardándolos como Draft pero corrigiendo la fecha. Sin más preámbulos, a lo que te truje...

-Z
Pasé buena parte de la tarde escribiendo un post, olvidé que no es la manera más confiable de hacerlo. Es correcto...perdí todo... espero que se recupere la mayor parte... si la memoria no falla... el que más dolio, un cuento que ya había escrito y cuya segunda versión espero no desmerezca de la primera... asi mismo tuve que dividir este post en dos siendo esta la parte primera...

Z. Encuentros y desencuentros
Se alejó con el sabor de Ella en los labios. No volteo. Los acordes de una guitarra se desvanecían conforme se distanciaba del café. Pensaba en los encuentros y desencuentros que a cada momento se suscitan entre las personas que habitan este planeta. La música le era intrascendente como intrascendentes y ajenos los rostros de los pocos transeúntes que a esas horas de la noche se cruzaban en su camino. Recordó aquella exposición en la que terminó ebrio y le tuvo que pedir a C que condujera su auto y lo llevara a casa. Fue la exposición en la que debieron encontrado. Ella le contaría la historia después. C. le dijo a A. e I. que a ellos también los llevaba a su respectivo domicilio. Él no los conocía, solamente de vista y quizá algún saludo. «I. me llamó esa tade y me pidió que no fuera a la exposición». Ahora conocía la historia que ya no era tan sólo retazos y bocetos. «Cómo alguien tan querible puede también ser tan patán». Porque así es el drama que llamamos vida... fue lo que pensó decirle pero a final de cuentas no lo hizo. Y se pregunta que tan importan es en el presente ese no encuentro. Porque cuando el destino tiene de antemano una meta para cada uno de nosotros, no importa el camino que tomes, sea el directo, el largo, el panorámico para admirar el paisje: llegarás. Te das media vuelta y no volteas.


A. It don`t mean a thing

Entre los primeros libros que leí, como supongo muchos de nosotros, se encuentra «El principito» de Exupéry. Recuerdo que lo encontré en un librero de la casa de mi abuela, y debo confesar que lo que atrapó mi atención fueron los dibujos. Me preguntaba como era posible que un libro de apariencia serio tuviera dibujos o si por el contrario, fuera un libro para niños porque tanto texto. Justo cuando escribo estás líneas me llega un nebuloso recuerdo en el que de manera inseguro como que vislumbro que un fragmento del libro venía en alguno de los libros de lecturas de la primara, por supuesto no puedo decir más porque es apenas un flashazo que ni siquiera termina de materializarse en recuerdo. Recuerdo que lo leí y me gusto la idea de vivir en otro planeta, que en su momento a pesar, de mi corta edad, no me terminaban de convencer los personajes estereotipo. Y aunque después lo recibí de regalo en un cumpleaños, y más tiempo después lo presté y nunca más volvió o lo perdí, no sería hasta que conocía a Jazmín que el destino lo volvió a poner en mis manos y ante mis ojos. No relataré cuales fueron las circunstancias de su aparición porque son para mi aun bastante dolorosas y desagradables, pero de toda esa negrura las palabras de Saint-Exupéry quedan en mi memoria. Casi diez años de su primera lectura las palabras y la frases adquirieron nuevos significados, descubrí rituales, reflexiones terribles y tremendas y la sensibilidad a flor de piel. Aunado a esto se convitió en un libro complicé, entre las páginas, dibujos y letras se cruzaron las miradas, las manos, las ideas las sonrisas que alguna vez compartimos Jazmín y yo. Ahora que parece que el pasado no es más que eso, el pasado, lo que este libro dice y nos dice, los guiños y las complicidades, las lágrimas y algunas claves secretas se mantienen estoicas y firmes a pesar de los huracanes, las furias, los desvelos, las tristezas.
     Transcribo pues el siguiente texto en el que Auster aborda entre otras cosas su historia con "Le petit prince". Por demás una hermosa pieza sobre el azar, los encuentros y las casualidades. Lo transcribo para solaz de esa personita que podrá además leer el texto con todas sus interlíneas secretas, con la lejana esperazna de que tal vez algún día caerá por estas páginas virtuales y lo podrá leer, y lo atesorará muy cerca de su corazón...


«It don`t mean a thing»


1
Solíamos verle de vez en cuando en el Hotel Carlyle. Sería exagerado llamarle amigo, pero F. era un viejo conocido, y mi mujer y yo siempre esperábamos ilusionados su llegada cuando llamaba para anunciar que venía a la ciudad. Contrariamente a todas las demás personas que hemos conocido, no tenía que trabajar para vivir. Su familia pertenecía a la clase alta francesa, y como demás se había casado con una mujer que tenía aún más dinero que él, F. era libre de hacer lo que se le antojara. Lo que nos parecía admirable de él —aparte de su inteligencia y amabilidad— era la pasión con que se entregaba a sus aficiones. Tal vez no tenía necesidad de trabajar para vivir, pero trabajaba muchísimo. Era un prolífico poeta, autor de muchos libros de los que podía enorgullecerse, y también una de las principales autoridades del mundo en Henri Matisse. Tanta era su reputación, de hecho, que un importante museo francés le había pedido que organizara una extensa exposición de la obra del pintor. F. no era comisario profesional, pero se había entregado a la tarea con gran energía y competencia. Su idea era reunir todos los cuadros de Matisse de un período concreto, de cinco años de duración, perteneciente a la parte central de su carrera. Se trataba de decenas de lienzos, y como estaban desperdigados por todo el mundo en colecciones privadas y museos, F tardó varios años en preparar la exposición. Al final sólo hubo una obra que no pudo encontrar, pero era crucial, la obra clave de toda la exposición. F. había sido incapaz de descubrir quién era el propietario, no tenía ni idea de dónde estaba el cuadro, y sin él se malograrían años de viajes y meticuloso trabajo. En los seis meses siguientes se dedicó en exclusiva a buscar ese lienzo, y cuando lo encontró, resultó que durante todo ese tiempo había estado a pocos metros de él. La propietaria era una mujer que vivía en un apartamento del Hotel Carlyle. El Carlyle era el hotel favorito de F, y en él se alojaba siempre que venía a Nueva York. Y no sólo eso, sino que el apartamento de la mujer estaba situado justo encima de la habitación que F. siempre reservaba para él: a sólo un piso de distancia. Lo que significaba que cada vez que F. iba a dormir al Hotel Carlyle, preguntándose dónde podía hallarse la misteriosa pintura, ésta colgaba de una pared justo encima de su cabeza. Como una imagen soñada.

2
Escribí el párrafo anterior en octubre pasado. Pocos días después, un amigo de Bostón me llamó para contarme que un conocido suyo, poeta, estaba bastante enfermo. Este escritor tiene más de sesenta años, y ha pasado su vida en la periferia del sistema solar literario: el único habitante de un asteroide que gira alrededor de una luna terciaria de Plutón, visible sólo con el más potente telescopio. Yo no le conozco, pero he leído su obra, y siempre le he imaginado viviendo en su pequeño planeta, como un moderno Principito. Mi amigo me dijo que el poeta andaba muy mal de salud. Se estaba sometiendo a tratamiento médico, no tenía dinero, y amenazaban con desahuciarle de su apartamento. Para recaudar de manera rápida un poco de dinero con el que solucionar los problemas más acuciantes del poeta, a mi amigo se le ocurrió la idea de elaborar un libro en su honor. Solicitaría colaboraciones de una docena de poetas y escritores, las reuniría en un volumen de edición atractiva y limitada, y vendería los ejemplares sólo por suscripción. Imaginaba que habría los suficientes coleccionistas de libros en el país para garantizar unos buenos ingresos. Una vez contara con el dinero, se lo entregaría íntegro al poeta enfermo y en apuros. Me preguntó si guardaba en algún cajón una o dos páginas que pudiera enviarle, y mencioné el breve relato que había escrito acerca de mi amigo francés y la pintura inencontrable. Esa misma mañana se lo mandé por fax, y a las pocas horas me llamó para decirme que le gustaba el texto y que quería incluirlo en el libro. Me alegró haber aportado mi granito de arena, y luego, cuando todo quedó arreglado, no tardé en olvidarme del asunto. Hace dos noches (el 31 de enero de 2000), estaba sentado con mi hija de doce años a la mesa del comedor de nuestra casa de Brooklyn, ayudándola con sus deberes de matemáticas: una inmensa lista de problemas sobre los números positivos y negativos. A mi hija no le gustan especialmente las matemáticas, y en cuanto acabamos de convertir las restas en sumas y los números positivos en negativos, nos pusimos a charlar del concierto que se había celebrado en la escuela unos días antes. Mi hija había cantado «The First Time Ever I Saw Your Face», la vieja pieza de Roberta Flack, y ahora buscaba otra canción para cantar en el concierto de primavera. Tras contemplar varias opciones, los dos decidimos que esta vez debía cantar algo alegre y movido, en contraste con la balada lenta y doliente que había interpretado en el concierto anterior. Sin previo aviso, saltó de la silla y se puso a cantar a grito pelado la letra de «It Don't Mean a Thing If It Ain't Got That Swing». Sé que los padres suelen exagerar el talento de sus hijos, pero no me cabe ninguna duda de que su interpretación fue extraordinaria. Mientras bailaba a ritmo de ragtime, llevó la voz a lugares que rara vez había alcanzado antes, y como ella misma percibió la fuerza de su propia interpretación, inmediatamente la repitió. Y luego otra vez. Y otra. Durante quince o veinte minutos, la casa se llenó de las variaciones frenéticas y cada vez más hermosas de una sola e inolvidable frase: It don`t mean a thing if it ain`t got that swing.
     La tarde siguiente (ayer), traje el correo a eso de las dos. Había un buen montón de cartas, la mezcla habitual de propaganda y cosas importantes. Había una carta enviada por una pequeña editorial de poesía de Nueva York, y la abrí la primera. No me lo esperaba pero contenía las pruebas de mi colaboración para el libro de mi amigo. Volví a leer el texto, hice un par de correcciones y luego llamé a la mujer a cuyo cargo estaba la edición del libro. Su nombre y número de teléfono me habían llegado en una carta adjunta enviada por el editor, y tras charlar un rato con ella colgué y volví a centrarme en la correspondencia. Entre las páginas del último ejemplar de Seventeen Magazine de mi hija había un pequeño paquete blanco con matasellos de Francia. Cuando le di la vuelta para saber quién era el remitente, vi que se trataba de F, el mismo poeta cuya experiencia con el lienzo inencontrable me había inspirado el breve texto que acababa de leer por primera vez desde que lo escribiera, el pasado octubre. Qué coincidencia, me dije. En mi vida siempre han abundado sucesos curiosos como ése, y por mucho que lo intente, soy incapaz de librarme de ellos. ¿Qué le pasa al mundo, que siempre me implica en semejantes disparates?
     A continuación abrí el paquete. Contenía un delgado volumen de poesía, lo que los franceses llaman una plaquette. Sólo tenía treinta y dos páginas, y estaba impreso en un papel bueno y elegante. Mientras lo hojeaba, leyendo una frase aquí y una frase allá, y reconocía de inmediato el frenético y exuberante estilo que caracteriza toda la obra de F, un papelito cayó del libro y aterrizó en mi escritorio. Tendría cinco centímetros de ancho y tres de largo. No tenía ni idea de qué era. Jamás me había encontrado con un papel descarriado en un libro nuevo, y a menos que lo hubieran puesto para que sirviera de marcador de página sofisticado y microscópico, a la altura del refinamiento del libro, tenía que hallarse allí por error. Recogí el errante rectángulo de mi escritorio, le di la vuelta, y vi que había algo escrito al otro lado: once breves palabras dispuestas en fila india. Los poemas estaban escritos en francés, el libro se había impreso en Francia, pero las palabras del papelito estaban en inglés. Formaban una frase, y ésta decía: It don`t mean a thing if it ain`t that swing.

3
Llegados a este punto, no resisto la tentación de añadir otro eslabón a esta cadena de anécdotas. Mientras escribía las últimas palabras del primer párrafo de la segunda sección de este relato («viviendo en su pequeño planeta, como un moderno Principito»), me acordé de que El principito se había escrito en Nueva York. Es algo que pocas personas saben, pero después de que desmovilizaran a Saint-Exupéry, tras la derrota de Francia en 1940, vino a los Estados Unidos, y durante un tiempo estuvo viviendo en el 240 de Central Park South, en Manhattan. Fue allí donde escribió su célebre libro, el más francés de todos los libros infantiles franceses. El El principito es de lectura obligatoria para casi todos los estudiantes americanos de secundaria que cursan francés, y, como muchos otros antes que yo, fue el primer libro que leí en una lengua que no fuera el inglés. Seguí leyendo libros en francés. Con el tiempo, en mi juventud, traduje algunos para ganarme la vida, y pasé cuatro años viviendo en Francia. Fue allí donde conocí a F. y leí su obra. Puede parecer una afirmación descabellada, pero creo poder afirmar que si no hubiera leído El principito en 1963, siendo un adolescente, no habría recibido el libro de F. por correo treinta y siete años después. Y, al decir eso, también afirmo que jamás habría descubierto el misterioso papelito que llevaba las palabras It don`t mean a thing if it ain`t got that swing.
     El 240 de Central South Park es un viejo y feo edificio que se halla en la esquina que da a Columbus Circle. Se acabó de construir en 1941, y sus primeros inquilinos se instalaron poco después del ataque a Pearl Harbor y de que los Estados Unidos entraran en guerra. Desconozco la fecha exacta en que Saint-Exupéry vivió allí, pero tuvo que ser uno de sus primeros habitantes. Por una de esas curiosas arbitrariedades que no significaban absolutamente nada, también lo fue mi madre. Se mudó allí con sus padres y hermana —antes vivían en Brooklyn— a los dieciséis años, y permaneció en esa casa hasta que, cinco años después, se casó con mi padre. Para la familia supuso un salto extraordinario —pasar de Crown Heights a una de las direcciones más elegantes de Manhattan—, y me emociona pensar que mi madre vivió en el mismo edificio en el que Saint-Exupéry escribió El principito. Cuando menos, me conmueve el hecho de que ella no tuviera ni idea de que se estaba escribiendo ese libro, ni de quién era el autor. Y tampoco se enteró de su muerte tiempo después, cuando el avión de Saint-Exupéry se estrelló durante el último año de la guerra. En esa misma época, mi madre se enamoró de un aviador. De hecho, su enamorado murió en la misma guerra.
     Mis abuelos siguieron viviendo en el 240 de Central South Park hasta su muerte (mi abuela en 1968; mi abuelo en 1979), y gran parte de mis recuerdos más importantes de la infancia se ubican en ese apartamento. Mi madre se trasladó a Nueva Jersey tras casarse con mi padre, y durante mis primeros años de vida cambiamos varias veces de casa, pero el apartamento de Nueva York siempre estuvo ahí, como un punto fijo en un universo por lo demás inestable. Fue allí donde me asomaba por la ventana y contemplaba cómo el tráfico se arremolinaba alrededor de la estatua de Cristóbal Colón. Fue allí donde mi abuelo me hacía trucos de magia. Fue allí donde comprendí que Nueva York era mi ciudad. Igual que había hecho mi madre, su hermana se fue del apartamento al casarse. No mucho después (a principios de los cincuenta), ella y su marido se trasladaron a Europa, donde pasaron los doce años siguientes. Al considerar las diversas decisiones que he tomado en mi vida, no me cabe duda de que su ejemplo me inspiró cuando me fui a Francia con veinte y pocos años. Cuando mi tío y mi tía regresaron a Nueva York, mi primo tenía once años. Sólo le había visto una vez. Sus padres le enviaron al Liceo Francés, y a causa de las incongruencias de nuestras respectivas educaciones, acabamos leyendo El principito al mismo tiempo, aun cuando nos lleváramos seis años. En esa época, ninguno de los dos sabía que el libro se había escrito en el mismo edificio en el que habían vivido nuestras madres.
     A su vuelta de Europa, mi primo y sus padres se instalaron en un departamento del Upper East Side. En los años posteriores, cada mes iba a cortarse el pelo a la Barbería del Hotel Carlyle

Febrero de 2000


B. 16 números de La Voz de la Esfinge
La voz de la esfinge
y se resiste a morir


C. Aún cenizas quedan
En algún momento de mi vida Sylvia Plath y Ted Hugues formaron parte del crucigrama particualr más lleno de pasión y a su vez de sufrimiento. Fueron una especie de espejo bizarro de lo que yo creí podía ser una relación de creadores. Más conocida Plath que Hughes pero de una gran fuerza literaria, me he visto rememorando esto porque justo cuando escribía este posteo Ryan Adams en su álbum gold comienza a cantar una canción que justamene se títula Sylvia Plath, porque a su vez visitando blogs amigos en el del buen Antonio Ortuño encontre una nota sobre el libro La mujer en silencio, obra de la biógrafa y periodista Janet Malcolm editada por Gedisa que habla por supuesto de la poeta estadounidense y de su obra. Va la lírica de la canción....

"Sylvia Plath"

I wish I had a Sylvia Plath
Busted tooth and a smile
And cigarette ashes in her drink
The kind that goes out and then sleeps for a week
The kind that goes out on her
To give me a reason, for well, I dunno

And maybe she'd take me to France
Or maybe to Spain and she'd ask me to dance
In a mansion on the top of a hill
She'd ash on the carpets
And slip me a pill
Then she'd get pretty loaded on gin
And maybe she'd give me a bath
How I wish I had a Sylvia Plath

And she and I would sleep on a boat
And swim in the sea without clothes
With rain falling fast on the sea
While she was swimming away, she'd be winking at me
Telling me it would all be okay
Out on the horizon and fading away
And I'd swim to the boat and I'd laugh
I gotta get me a Sylvia Plath

And maybe she'd take me to France
Or maybe to Spain and she'd ask me to dance
In a mansion on the top of a hill
She'd ash on the carpets
And slip me a pill
Then she'd get pretty loaded on gin
And maybe she'd give me a bath
How I wish I had a Sylvia Plath
I wish I had a Sylvia Plath

D. La rueda de la fortuna de mis lecturas

Descenso....

Libros leídos en Julio
Julio / 861 / Johannes Pfeiffer / La poesía /••••
Julio / 862 / Barry Gifford / Baby Cat-Face /•••
Julio / 863 / Tatiana Escobar / Sin domicilio fijo /••••

La mecánica de los puntitos ya la conocen y si no la pueden suponer. Si alguien esta interesado en saber algo más de alguno de estos libros puede dejar en mensage en cualquiera de los tableros o bien escribirme a mi correo electrónico: antonio_marts@paraisoperdido.ws

E. Road Movies, Auster, Wenders, Handke...

Uno de mis directores de cine favoritos es Wim Wenders. Gracias a él me acerqué al escritor aleman Peter Handke que no es muy conocido en estas tierras. El mismo Handke a su vez ha dirigido algunas películas de las cuáles no he visto ninguna. «Until the end of the world» a su vez es uno de mis filmes favoritos... En la siguiente transcripción nos podemos seguir dando cuenta de los juegos del azar, y de un proyecto que hasta donde yo tengo noticia no se ha podido dar...

Hará poco más de dos años, me llegó una carta de Wim Wenders. No nos conocíamos de nada. Y de pronto me llegó esa carta, escrita en Australia, donde estaba rodando su última película.(nota del blogger metiche: Until the end of the world) Era una carta tan hermosa, amable y generosa que me llegó al corazón. Simplemente decía: «Querido señor Auster: He leído todos sus libros, me encantan, y me pone muy triste que no haya más para leer. No sé si sabe quién soy. He hecho X, Y y Z. No tengo ningún plan, nada que proponerle, sólo la idea de que algún día, si está dispuesto, me gustaría hacer una película con usted.» Y eso fue todo. Una carta que me llegó así, de pronto. Con el tiempo nos conocimos y nos hicimos amigos. Ahora estamos a punto de iniciar un proyecto juntos. Voy a escribir algo que espero que algún día se convierta en una película. Admiro mucho su obra. Podría ser una colaboración interesante. Sólo el tiempo lo dirá. Pero hay una historia interesante en todo esto que guarda cierta relación con todo lo que hemos hablado antes... Unos seis meses antes de recibir la carta de Wim Wenders, me encontraba en París, y en una librería me tropecé con alguien que le dedicó palabras amables a mi obra. Uno de sus comentarios me dio que pensar para el resto del día: «Es usted el primer escritor que he leído desde Peter Handke (de nuevo el metiche blogger: el texto de Las Alas del deseo de Wenders se debe a él y también tiene en su haber unos cuantos filmes) que para mí ha significado algo.» Eran unas palabras halagadoras. Peter Handke es un excelente escritor, pero jamás se me había ocurrido que mi obra tuviera la menor conexión con la suya, y pasé las horas siguientes paseando y pensando en él. Entonces, cuando volvía a toda prisa a mi hotel porque a las ocho tenía que verme con unos amigos, vi a Peter Handke por la calle. Era él, sin duda. Le reconocí porque le había visto en foto. Fue un momento muy raro. Te pones a pensar en alguien —un completo desconocido-, y luego, al cabo de pocas horas, se materializa ante tus ojos. Varios meses después fui a pasar el verano a Vermont con mi familia. Unas dos semanas antes de que la carta de Wenders apareciera en el correo,me llamó mi agente. Acababan de escribirle de la revista francesa Elle. Planeaban publicar una serie de conversaciones entre hombres y mujeres, y querían que yo participara en una de ellas. «La cuestión es», dijo mi agente, «¿a qué mujer francesa te gustaría conocer?» Pensé que era una broma. Solté una carcajada y dije: «Bueno, si lo planteas así... a Jeanne Moreau, por supuesto», aunque no tardé en olvidarme de todo ese asunto. Dos semanas después llegó la carta de Wenders. Un par de días después, volvió a llamar mi agente. «Jeanne Moreau estaba fuera del país», dijo, «de modo que tardaron un poco en encontrarla. Ha dicho que sí, la revista Elle ha dicho que sí. Te verás con ella en octubre, en París.» De modo que en octubre fui a Europa. Primero estuve en Alemania, donde conocí a Wenders. Nos encontramos el 3 de octubre, el día de la unificación alemana, un momento histórico. Mientras cenábamos, le mencioné que iba a París para conocer a Jeanne Moreau. Le pareció muy divertido, pues resultó que había interpretado un papel importante en su última película. Otro extraño capricho del destino. En el momento en que le mencionaba a mi agente el nombre de Jeanne Moreau, ésta estaba en Australia con Wim, quien se hallaba a punto de escribirme una carta. Y ninguno sabía lo que estaba haciendo el otro. Así que —volviendo a la cena en Alemania- Wim le escribió una breve carta a Jeanne Moreau, la puso en un sobre y me pidió que se la entregara cuando la viera en París. Cuando días después me encontré con ella, lo primero que hice fue entregarle la carta. «Tome, Wim Wenders me dio esta nota para usted», le dije. La abrió, la leyó, y puso una gran sonrisa. «¿Quiere leerla?», dijo. Lo que Wim Wenders había escrito era esto: «Querida Jeanne: No es un accidente que hoy conozcas a Paúl Auster. El azar no existe. Un abrazo, Wim.» Una nota perfecta. Luego, ella y yo comenzamos a hablar. Me pareció una persona extraordinaria en todos los aspectos, en extremo inteligente, culta e interesada por muchas cosas, aparte de su carrera. Por supuesto, estuvimos un rato hablando de Wim. Eso nos llevó a comentar algo sobre Peter Handke (que ha trabajado con Wim Wenders en algunos proyectos cinematográficos), y le mencioné que ese mismo año había visto a Handke por la calle. Ah, sí, dijo ella, hacía poco que Handke se había ido a vivir a Francia. «De hecho, lo tenía invitado en mi apartamento.» Me sentí como si me hubiesen dado en la cabeza con un martillo. La historia había vuelto a su punto de partida, una cadena de coincidencias improbables que había recorrido todo el globo terráqueo. Parece ser que estas cosas me pasan continuamente. Piensas en alguien y de pronto aparece. Luego, meses más tarde, te encuentras a otra persona que te dice qué estaba haciendo ese alguien en esa calle y en ese preciso momento. Y así sucesivamente...
1992